En un lugar privilegiado de la repisa que tengo sobre mi escritorio, en casa, conservo un libro del cronista mexicano Juan Villoro cuyo título bien podría resumir mi preparación para este discurso, que me honra y me llena de profunda alegría personal y profesional.
En este libro, su autor mira hacia atrás, a las varias décadas de su carrera, para elegir y compartir con sus lectores sus mejores textos de no ficción. ESPEJO RETROVISOR, se llama. Como Villoro, aproveché estas horas para atreverme a dar un vistazo a la realidad del gremio periodístico zuliano, lo que viví y lo que es, en un mar de desafíos y amenazas de todo tipo, desde múltiples rincones, sin aparente defensa.
Para hacerlo, tuve que desempolvar memorias y remontarme a mis inicios en las prácticas profesionales en una redacción marabina, siempre con especial acento en lo que el periodismo nos ha podido enseñar a cientos de mis colegas, muchos de ellos reunidos en este salón, todos premiados con justicia por su sobresaliente labor.
Sin embargo, quisiera ahorrarme los detalles de los reportajes, crónicas o hitos que nos han valido felicitaciones, aplausos o incluso premios en la carrera. En cambio, prefiero hablarles sobre los tropiezos. Quiero contarles de mi aprendizaje en el error.
Una primera gran lección sobre el periodismo la obtuve en mi primera cobertura de calle. Corría diciembre de 2001. Era un pasante en el diario La Verdad, que agradecía poder cubrir todas las migajas informativas que caían de la mesa de redacción, y tuve la oportunidad de mi vida: hacer una crónica del cacerolazo contra el expresidente Hugo Chávez Frías. Armado más de ímpetu que de claridad y experticia, me fui a patear la calle de un sector modesto vecino al diario para hablar con la gente.
Una señora, amable, de unos 50 y tanto años, a quien pregunté su opinión sobre aquella protesta popular, no quiso contestarme sin antes darme un consejo exprés: “mijo, con gusto te contesto, pero guárdate la cadena esa antes de que alguien te la robe”.
Pues, sí: yo, deslumbrado por la oportunidad de inaugurarme en la sección de Política de un gran diario de la región, me había ido a conversar sobre necesidades políticas y económicas de una vecindad urgida luciendo la cadena de oro que heredé de mi abuela Isabel. La advertencia de aquella doña fue más que un tip de seguridad personal.
Comprendí, con el paso de los años, que aquella recomendación también fue mi primer encuentro con una máxima del oficio periodístico: el periodista debe tener y demostrar empatía con las necesidades de la gente. Se trata de ser amable y respetuoso con las fuentes, el el interior y el exterior, indistintamente de sus aceras políticas, sociales, culturales y religiosas o de si estas coinciden o no con tus opiniones. Es el ejercicio prudente de comprender el derecho de cada cual a sus posturas, reflejarlas fielmente en tus textos, dando un foco detallado sobre los verdaderos protagonistas de la historia.
Logro tras logro, error tras error, fui entendiendo que el periodismo es un acto profundamente humano y social; que tus textos se enriquecen con la presencia cruda y pura de la gente; que tus reportajes son catapulta de la dignidad de las personas; y que tu firma es apenas una convidada en lo que realmente importa a tus audiencias.
En un taller con el veterano periodista colombiano Javier Darío Restrepo, años luego, escuché una frase que me cautivó inmediatamente y para siempre. Se ha convertido en mi mantra hasta el punto de que suelo aburrir con ella a mis colegas, a estudiantes y hasta a mi amada esposa, en casa: “para ser un buen periodista hay que ser una buena persona”, dijo alguna vez el periodista y escritor polaco Ryszard Kapuściński. El maestro de maestros nunca buscó la fama o el reconocimiento, ni permitió que su lucidez intelectual eclipsara la mayor de sus virtudes periodísticas: la humildad.
¡Cuánto gusto me da saber que muchos colegas zulianos también se inspiran en esa misma frase, trabajando a diario para informar, con valentía y enfoque humanista!
El periodista altivo y soberbio, aquel que se enoja ante la corrección justa y se niega a mirar el ombligo de sus errores, deja pasar la oportunidad de su vida. La humildad, me atrevo a decir, es la piedra fundacional de nuestro oficio. Los periodistas no somos ni seremos infalibles. Pareciera una obviedad, pero se sorprenderían con cuántas veces repetirlo se hace una necesidad en nuestras salas de redacción y nuestros medios.
Algún día, siendo subeditor de Política de La Verdad, el profesor español y maestro del periodismo Miguel Ángel Bastenier me felicitó por una nota que revisó en aquellos 30 días de formación y corrección que tuvo con todo el personal del diario. “Muy buena”, dijo, antes de entrar a la sala de reuniones. Mi alegría mutó a sorpresa cuando me entregó la página con sus anotaciones. Aquello tenía más rayas que una cebra. El texto era bueno, sí, pero abundaban mis errores en el detalle. Bastenier, como a tantos, me reiteró con pruebas lo que mis profesores de universidad Margarita Arribas, Antonio Franco y Juan Pablo Boscán, ya me habían advertido: “todo texto es perfectible”.
Es una máxima que aplica perfectamente a todos nuestros frutos periodísticos, publiquen en un diario impreso, la radio, la televisión o las nuevas tecnologías.
Aquella anécdota de Bastenier también me hace recordar un examen oral de la cátedra Sistema Político con el brillante profesor y escritor Miguel Ángel Campos. Me explayé explicándole las carencias y las virtudes del partidismo venezolano, creyendo que me la estaba comiendo. “Muy bien, Ocando”, me dijo. “Tienes 09”, de 20 puntos posibles. Raspado, pues.
No podía entender cómo algo podía estar “bien y mal” al mismo tiempo. Ocurre que el periodismo nos enseña que todo SIEMPRE puede estar mejor, que la perfección es un tren que nunca alcanzaremos, pero detrás del cual debemos correr siempre, sin desmayo, como parte de una tarea que se resetea a diario.
El periodismo, sus buenos colegas y grandes maestros, me han demostrado que sus lecciones son infinitas: la importancia del correcto uso del lenguaje; la sencillez al redactar es mejor que lo rimbombante; la inmediatez en diarios y redes sociales nunca excusará la mediocridad; si no atrapas al lector o a tu audiencia en segundos, se te escapa para siempre… es lo que llamo “periodismo de listón alto”.
Este oficio, el mejor del mundo, como lo describió Gabriel García Márquez, también te enseña a ser como el camaleón, miembros de una especie capaz de mirar a varias direcciones a la vez, en ocasiones hasta sin descanso para que nada se escape.
En agosto de 2012, lo recordé de la peor manera. La noche de aquel viernes, teniendo guardia como editor encargado al día siguiente, decidí apagar el celular para descansar. Al despertar, encendí el teléfono: tenía 17 llamadas perdidas de mi colega editor, Raúl Semprún, uno de los hermanos que me ha regalado este oficio. Habría explotado la refinería de Amuay esa madrugada y él debió hacerse cargo del equipo por mi ausencia.
Pregúntenme si he vuelto a apagar el celular desde entonces… siempre en vigilia, tal cual el hombre de la cofa del que nos habló el maestro Restrepo y que he visto encarnado en periodistas probos, que hoy son familia, como Carlos Moreno.
El periodismo es así de dinámico. Seguramente, el gobernador recordará las veces en las que hemos corrido a su lado en alguna marcha, tratando de abrirnos paso entre simpatizantes, escoltas y codazos, grabadora en mano, gritándole una pregunta y esperando que su respuesta nos permitiera “abrir periódico” o, a lo sumo, coronar una página del primer cuerpo. La noticia muchas veces corre y es obligatorio perseguirla.
Bastenier tenía un apodo para la noticia: el Blanco Móvil. Lamentablemente, en Venezuela la ecuación se ha invertido este siglo y los periodistas nos hemos convertido en los blancos móviles de un sector del poder político. Hay amenazas y un reducido ecosistema de medios debido a lo que organizaciones no gubernamentales y organismos multilaterales llaman “una política de Estado para silenciar las voces disidentes”.
En las últimas dos décadas, han cerrado 405 medios de comunicación, entre la radio, la mayor afectada, los periódicos y las televisoras, resultando en graves pérdidas de empleo y de la pluralidad informativa.
En Zulia, por ejemplo, ya no circulan en su versión impresa los 7 diarios que alguna vez existieron. La crisis económica y la falta de papel prensa, que sólo podía adquirirse en un mecanismo monopolizado por el Estado, aceleraron sus cierres o los forzaron a informar exclusivamente en Internet y redes sociales, vías cada vez más censuradas.
Hoy, cuando recordamos la fundación del primer periódico del país hace más de dos siglos, El Correo del Orinoco, estos datos de censuras son un sarcasmo del peor gusto.
Y bien vale la pena resaltar que uno de los verdugos de los diarios venezolanos de estos años, el hoy ex presidente del Complejo Editorial Alfredo Maneiro, fue arrestado hace 1 año entre acusaciones de la más grave corrupción por el mismo gobierno.
El daño ya está hecho, tristemente: él, en algún calabozo esperando juicio, y más de 70 periódicos, cerrados o funcionando a duras penas, limitados, asfixiados, además como botón de muestra de una política sistemática de censura general de la prensa.
También, se han intensificado los bloqueos y ataques contra portales en Internet, así como la intimidación de cuerpos de seguridad del Estado y las acusaciones de parte de altos voceros del gobierno contra la prensa. El Instituto Prensa y Sociedad documentó 128 violaciones a las garantías informativas en los primeros cuatro meses del año.
El año pasado, viví un episodio amarguísimo de señalamientos en mi contra. Algunos de mis reportajes parecen haber exacerbado la alergia por la disidencia, la crítica y la revisión transparente y plural de los asuntos públicos en alguna figura de poder.
El propósito de esas estrategias contra la prensa me ha quedado claro: inocularnos terror para dejarnos unas pocas alternativas… el exilio, la cárcel o la censura.
Esa experiencia te cambia la vida en una santiamén. Se me hizo tan palpable que he tenido que vivir un ostracismo profesional, sin poder firmar los textos en los que invierto tiempo y devoción. Varios de mis colegas se sorprenden. “Gustavo, ¿todavía estás en Venezuela?”, me preguntan cada tanto. Es otra enseñanza de humildad y prudencia, forzada por un mecanismo bruto, que se origina en la percepción equivocada de que el periodista es enemigo si no hace propaganda.
Confesé al principio de mi discurso mi agradecimiento y alegría por esta oportunidad de ser hoy vocero de mi gremio, que se deben a dos razones: la primera, porque me han permitido reflexionar sobre una de mis grandes pasiones, el periodismo; y la segunda, porque me recuerdan palpablemente que sigo en mi país, al que amo, aun trabajando en lo que tanto amo, cobijado por Dios, la Virgen Santísima, mi familia y una fe recargada.
La Venezuela que ha vivido años de desolación, polarización, conflictos y crisis parece estar a las puertas de cambios. ¿Dónde depararán esos tiempos? ¿Habrá cambios, en realidad? No lo sabemos. Es por ello que el rol del buen periodista es urgente en nuestra nación. Su autocrítica, su pasión y ética, el compromiso con su misión y el respeto a todos serán útiles para un momento donde la verdad debe ser espina dorsal. En ese futuro patrio y social, también creo útiles las palabras del maestro Kapuscinski sobre el periodismo. Le cito: “Sin los otros, no podemos hacer nada”.
Esa frase me recuerda a otras sobre el oficio, que tengo grabadas en una franela que me regaló mi esposa, Gaby, hace años. No sé si la franela aún me queda, pero lo que todavía me calza es cada uno de aquellos adagios. Uno es de George Orwell: “el periodismo es publicar lo que alguien no quiere que publiques”. Coincido.
Uno de los más grandes favores que podemos hacerle a Venezuela es permitir y apoyar que el periodismo sea verdaderamente libre y plural, sin cortapisas ni amenazas que pendan sobre su cabeza. Sueño con esos tiempos. Sueño con un país con diarios repletos de periodistas ávidos; donde la señal de la radio se multiplique en todo rincón, las televisoras entierren la censura y las redes sociales informen y formen con probidad.
Es un camino lleno de desafíos, sí, pero alcanzable. No hay nada imposible para un país que se aferra a Dios y a los valores de sus hijos, los periodistas entre ellos, para reparar sus heridas y restaurarse en mejores condiciones de transparencia y democracia.
Hoy, recorro los nombres de los hoy premiados y los de nuestros colegas antecesores cuyos nombres inspiran estos galardones, y me lleno de esperanza. Confío además en que el talento del periodismo zuliano que despunta y asombra en el extranjero, también volverá a ser profeta en su tierra, de la que nunca debió marcharse. El periodismo es una familia extendida y sé que juntos rogamos porque todos nos reencontremos.
Seamos BUENOS por convicción y por acción. Cada cual desde su espacio, mirando nuestro espejo retrovisor para aprender la lección de los muchos errores cometidos.
Así, forjados por el crisol de la enmienda, podremos materializar la Venezuela de los mil aciertos, próspera y digna, ojalá descrita y escrutada por buenos, muchos y apasionados discípulos del periodismo, como los que hoy sobran en esta sala.
Muchísimas gracias y que Dios los bendiga a todos…
DISCURSO DE ORDEN, Día del Periodista
Gustavo Ocando Alex, 28 de junio de 2024
Maracaibo Venezuela